El mensajero del más allá


Desde las sombras de la realidad, en épocas pasadas hace casi 100 años, avanzaba una figura oscura, sin rostro, listo para llevar más mensajes que aguardaban en la bolsa de sombras que colgaba de su ser etéreo, que se deslizaba por las calles desiertas del antiguo Shadow Pines, entre brumas que se retorcían como serpientes etéreas. Sus ropajes, negros y eternos, ondeaban con una brisa que solo él podía sentir. Era la esencia misma de lo insustancial, la negación de la luz, la sutilidad de lo terrorífico.

Llevaba en sus huesudas manos, una carta envuelta en un delicado papel pergamino que parecía hecho de sombras solidificadas o pieles pútridas desecadas, estaba destinada a Rebeca Whitman, una mujer de mediana edad que habitaba una casa pintoresca al final de la calle principal, a unos pasos del bosque de los susurros. La quietud de la noche estaba rota solo por el susurro de un frio viento que no dejaba rastro físico. Con un gesto apenas perceptible, el Mensajero depositó la carta en el umbral de la puerta de Rebeca. Giró sobre sus pasos y caminó, pero desapareció antes de llegar a la siguiente casa. El viento helado se disipó, dejando un aura de maldad y horror que tardó en disiparse.

Al día siguiente, Rebeca, ajena a la presencia sobrenatural que había tocado su hogar, abrió la puerta para recibir el periódico. La carta yacía en el umbral, como si hubiera surgido de la misma oscuridad que acariciaba su casa. Al abrirla, el papel pergamino susurró las palabras de alguien que ya no pertenecía a este mundo. “Querida Rebeca”, comenzaba la carta, y su contenido narraba los últimos suspiros de su difunto esposo, James Whitman, en un accidente automovilístico. Lágrimas de un lamento profundo llenaron los ojos de la mujer, mientras la realidad de su pérdida se tejía con la penumbra de lo desconocido.

El Mensajero, testigo silencioso de la tragedia que había sembrado, permanecía en las sombras, unos pasos más allá. Su tarea, tan antigua como el propio abismo, era un eco de sufrimientos inmortales. Sin esperar consuelo o reconocimiento, desapareció entre la oscuridad. Pero su trabajo no había terminado.

En la penumbra de la siguiente noche, el Mensajero regresó a la morada de Rebeca Whitman. Su presencia era una sombra líquida que se deslizaba sin hacer ruido. Con una calma inexorable, posó su mano incorpórea sobre la puerta de Rebeca, anunciando su llegada con un susurro indescifrable.

Rebeca, aún sumida en el duelo que la carta anterior había desencadenado, se encontraba en su sala, iluminada por la tenue luz de una lámpara que titilaba como un faro vacilante. El suelo crujía levemente bajo sus pasos mientras se acercaba a la puerta, intuyendo que algo oscuro se cernía sobre su vida.

Con la lentitud de la inevitabilidad, Rebeca abrió la puerta, y allí estaba él, el Mensajero sombrío, en todo su esplendor. No había rostro que mirar, solo la negrura de su capucha, pero su presencia emanaba una sensación de antigüedad y sabiduría despiadada.

El Mensajero extendió su mano, y en ella yacía una nueva carta, otro epítome de tristeza y desconcierto. La historia de Rebeca, escrita con tintas de sombra, narraba su existencia de manera premonitoria. No eran solo las despedidas; era un presagio, un anuncio de su inevitable destino.

Rebeca leyó las palabras entrelazadas en la carta, y una sensación de pavor y resignación la envolvió. “Querida Rebeca”, comenzaba el mensaje, pero la tinta se transformaba en sus manos, fundiéndose con la penumbra, revelando visiones de futuros funestos, de sombras que se alzaban en el horizonte de su existencia.

El Mensajero permaneció imperturbable mientras Rebeca absorbía la verdad inscrita en cada palabra. Y cuando finalmente sus ojos se alzaron, buscando respuestas en la oscura capucha que ocultaba el semblante del ser sobrenatural, este simplemente se desvaneció, dejando a Rebeca con un presente lleno de oscuridad y un futuro que se desplegaba como un abismo infinito. Rebeca entendió que solo le quedaba un día y debía poner sus cosas en orden.

El sol se ocultaba en el horizonte, pintando el cielo de tonos anaranjados y rojizos. La casa de Rebeca estaba en silencio, como si el mismo universo aguardara con pesar el desenlace inminente. Rebeca, en la calma antes de la tormenta, caminaba con pasos deliberados por las habitaciones de su hogar, tocando cada objeto como si quisiera grabar en su memoria la esencia de su vida.

El reloj marcaba el tiempo con una cadencia lúgubre, cada tic-tac un recordatorio de la futilidad de la existencia. Rebeca, en la penumbra de su sala, contemplaba una fotografía de tiempos más felices, con su esposo, cuando la risa llenaba cada rincón de su hogar. Pero el presente se desmoronaba ante la inevitabilidad del futuro.

Entonces, como un eco ancestral, el Mensajero emergió de las sombras. Su presencia llenó la habitación con un aura sobrenatural, como si el mismo abismo se hubiera materializado en forma humana. Rebeca se volvió hacia él, sus ojos reflejando una resignación serena.

El Mensajero extendió su mano una vez más, sosteniendo una última carta. Esta vez, la carta era diferente; estaba impregnada de una oscuridad más densa, como si las sombras mismas hubieran participado en su creación. Rebeca tomó la carta con temblores ligeros en sus manos.

La tinta en la carta parecía vibrar con una energía inquietante, y las palabras danzaban en el papel como si estuvieran imbuidas de un poder antiguo. A medida que leía, Rebeca entendió que este no era solo un relato de su vida, sino un lazo indisoluble con la esencia misma de su ser.

El Mensajero observaba en silencio mientras Rebeca asimilaba la verdad escrita. En las líneas de la carta, ella vio su nacimiento, cada alegría y dolor, cada risa y lágrima, todo tejido en la trama de su destino. No era solo un final; era un cierre de círculo, un retorno al principio.

Cuando Rebeca alzó la vista, su mirada se encontró con la capucha del Mensajero. En ese instante, una conexión se estableció, como si el ente y ella compartieran un entendimiento más allá de las palabras. Con un gesto imperceptible, el Mensajero la guió hacia el umbral de lo desconocido.

El tiempo se desvaneció mientras Rebeca y el Mensajero se adentraban en la oscuridad. Las estrellas, testigos mudos de la escena, parpadearon con complicidad. La puerta se cerró tras ellos, sumiendo la casa en un silencio sepulcral. La vida de Rebeca Whitman se desvaneció en las sombras, pero su historia persistiría como un susurro en los pasillos del Más Allá.

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