(Del concurso 'microrrelatos de terror en el microcentro') La Sombra Inhumana

por D. A. Fernández.

La noche de enero era una prisión de calor y humedad. Las calles del microcentro, bulliciosas de día, ahora eran un desierto urbano, salpicado por el destello fugaz de un taxi vacío. El silencio inquietante solo era roto por el zumbido de neones y el eco de pasos apresurados que se desvanecían en las esquinas.

Julián Pereyra avanzaba lento, perdido en sus pensamientos. Insomne desde hacía días, atesoraba la quietud de su departamento, donde el ventilador giraba inútilmente contra el calor. La pila de artículos en su escritorio lo observaba como un espectro burlón, recordándole su bloqueo. Esa noche salió sin rumbo, buscando despejarse e intentar acabar los textos que su jefe exigía.

Salió de su departamento en la calle Corrientes, dejando atrás las paredes que se encogían con cada noche de insomnio. Al cruzar la avenida, el aire denso lo envolvió, y las vidrieras iluminadas parecían ojos cansados que lo observaban. Los teatros, llenos de vida, mezclaban su música con murmullos que sonaban más a advertencias que a conversaciones.

A medida que avanzaba, las luces de la avenida parpadeaban con un ritmo extraño, como si cada bombilla luchara contra una fuerza invisible que buscaba apagarlas. Julián sentía algo en el aire, un peso intangible que oprimía su pecho y aceleraba su respiración. No estaba solo, aunque no podía explicar por qué lo sabía.

El diario en el que trabajaba, El Faro Porteño, no era el diario más importante, pero destacaba. Quinto en ventas, su sitio web sensacionalista lograba viralizar casi todo lo que publicaba. Julián era clave en ese engranaje: debía entregar una noticia diaria para la edición impresa y al menos cinco exclusivas mensuales para el portal. Además, mantenía un blog donde publicaba historias menores y pensamientos dispersos. El buen sueldo y el trabajo apasionante le daban, en apariencia, todo lo que podía desear.

Metido en sus pensamientos, cruzó la Avenida y dobló hacia una calle menos transitada, alejándose del brillo de los teatros y las marquesinas. Reconquista, normalmente bulliciosa durante el día, estaba desolada a esas horas.

Fue entonces cuando lo vio.

Una sombra densa y amorfa se movía lentamente por la calle empedrada. No hacía ruido, pero el silencio que traía consigo era aún más inquietante, como si se chupara cualquier sonido de la calle. Lo primero que captó la atención fue ese brillo ardiente, unos fulgores ígneos que parecían suspendidos en el aire, justo donde uno imaginaría que estarían los ojos. Pero no había una cabeza, ni un cuerpo reconocible. No había brazos, piernas ni rasgos discernibles. Sólo algo denso que parecía absorber la luz de los faroles que todavía seguían parpadeando, como si estuvieran al borde de rendirse. Y lo peor de todo no era su forma, sino lo que traía consigo: terror puro, crudo, el tipo de miedo que te arranca hasta el aire de los pulmones.

Frente a la sombra, una mujer joven, de cabello largo y rubio que brillaba tenuemente bajo la mortecina luz de la calle, retrocedía tambaleándose, como si cada paso la acercara más al abismo. Quiso gritar, pero lo que salió de su boca no fue más que un jadeo entrecortado, como si el aire le hubiese sido arrancado de los pulmones. Sus manos temblorosas buscaron algo, cualquier cosa, a su alrededor para aferrarse, pero el vacío de la calle no le ofrecía nada más que frío y la certeza de que estaba sola frente a aquello.

La sombra, si es que podía llamarse así, se agitó, como un depredador que olfatea el miedo. Y entonces ocurrió: se lanzó sobre ella con un movimiento que era a la vez rápido y lento, como un sueño retorcido. La oscuridad la envolvió por completo en un abrazo funesto, devorando primero sus gritos, luego su figura, hasta que lo único que quedó fue un silencio aún más espeso que antes. No hubo un intento por liberarse. La sombra la tomó y la hizo desaparecer como si nunca hubiera estado ahí. En el aire solo se veían los pies de la chica, agitándose entre estertores que anunciaban solo muerte.

A unos metros, Julián, quien había sido testigo de todo, quiso correr hacia la mujer. Cada fibra de su ser le gritaba que debía hacer algo, pero sus piernas no respondían. Sus manos estaban rígidas, sus pulmones parecían negarse a tomar aire. En el fondo, sabía que no podía moverse, no porque no quisiera, sino porque el terror no se lo permitía. Pero lo peor, lo más tangible, era el frío. Un frío que no tenía razón de ser, tan antinatural que no pertenecía al verano en Buenos Aires. En esa calle, en cambio, la temperatura parecía haber caído en picada, como si la sombra hubiera drenado todo el calor de su entorno, dejando un vacío helado. Julián se llevó las manos a los brazos, tratando de frotarlos para entrar en calor, pero era inútil. El frío no era solo ambiental; se le metía en los huesos, como si algo más estuviera presionando contra él.

Podía oír a lo lejos los sonidos de la vida diaria: bocinazos, gritos de vendedores ambulantes, el murmullo incesante de la multitud. Pero en esa calle adoquinada, esos sonidos parecían distantes, como si estuviera atrapado en una burbuja de pesadilla.

- ¡Hey! -gritó Julián, sin pensar. La sombra pareció no escucharlo, o ignorarlo completamente.

Cuando la sombra finalmente se retiró, la mujer cayó al suelo con un sonido seco, un golpe sordo que resonó como un eco siniestro en la calle vacía. El impacto parecía más fuerte de lo que debería haber sido, como si el mismo cuerpo hubiera perdido toda su vitalidad antes de tocar el suelo. Por un instante que se sintió eterno, Julián no se movió. Sus piernas todavía temblaban, pero algo dentro suyo, quizá la necesidad de confirmar que lo que acababa de presenciar era real, lo obligó a avanzar lentamente, con el corazón martillándole en el pecho, como si estuviera a punto de explotar. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, sus ojos confirmaron lo que su mente ya temía: la mujer estaba muerta. Su cuerpo yacía en una posición antinatural, como si hubiera sido doblado y torcido por fuerzas invisibles, y presentaba marcas inexplicables. Eran surcos profundos, como si manos gigantescas la hubieran aplastado desde todos los ángulos al mismo tiempo. No había sangre, pero las marcas hablaban de un sufrimiento que ni siquiera el peor de los accidentes podría explicar. Los ojos estaban abiertos de par en par, fijos en un punto del vacío, solo reflejaban un terror tan profundo que parecía imposible de soportar. Eran ojos que habían visto algo que había desmoronado toda noción de realidad antes de arrancarle la vida. Julián tuvo que desviar la mirada porque sentir esos ojos muertos que lo miraban lo hacía estremecer desde el alma.

Mientras él trataba de procesar lo que veía, la sombra, como si nunca hubiera notado su presencia, comenzó a alejarse. Lo hizo con la misma calma inquietante con la que había llegado. Sus movimientos no eran pasos; más bien parecía deslizarse sobre el suelo, como un humo espeso que se resiste a disiparse. Pero había algo más: mientras se movía, parecía arrastrar consigo el frío, como si fuera el causante de aquello.

Julián la observó hasta que la vio detenerse junto a una rejilla de alcantarilla oxidada. Allí, sin ceremonias, empezó a descender, como si fuera absorbida por los orificios de hierro. No se evaporó ni se desintegró, simplemente se filtró, como si su naturaleza misma le permitiera filtrarse en cualquier rincón que eligiera, en cuestión de segundos, ya no estaba. Había desaparecido, como si nunca hubiera existido, como si todo lo ocurrido hubiera sido un mal sueño.

Julián se quedó de pie, inmóvil, temblando en medio de la calle, con la sensación de que el aire a su alrededor había cambiado para siempre. El calor sofocante volvió, impío, como si nunca se hubiera ido. No podía apartar la vista de esa alcantarilla oxidada, que ahora parecía un portal a algo que jamás debía ser tocado o mirado.

Sacó su celular y llamó a la policía, balbuceando su ubicación y lo que había visto. No sabía cuánto tiempo pasó hasta que llegaron los oficiales, pero para entonces la sombra ya no estaba. Los policías lo miraron con desconfianza mientras tomaban nota de su declaración. Los policías solo lo miraron incrédulos. No creyeron una palabra de lo que Julián decía.

Los oficiales se llevaron el cuerpo de la mujer, y Julián quedó solo otra vez en la calle, con la promesa de ir a la comisaría a ampliar su declaración. No podía dejar esto así. Se fue a su departamento, eran casi las 6 de la mañana. Revisó los archivos en línea del periódico en busca de incidentes similares. Descubrió tres casos recientes en el microcentro, todos con víctimas encontradas en circunstancias extrañas, con heridas similares a las que había visto esa noche.

Julián intentó hablar con su editor para convencerlo de investigar la historia, pero se topó con escepticismo. Su jefe le explicó que no podían publicar algo así sin pruebas sólidas. “Una sombra que mata... ¿Te das cuenta de cómo suena eso?” -le dijo el editor. 

Sin apoyo del diario, Julián decidió investigar por su cuenta. Decidió que la historia sería publicada, en partes, en su blog. Abrió ese espacio personal que usaba para compartir historias de la ciudad, relatos urbanos, a veces un tanto exagerados para entretener a sus lectores. Sin embargo, esta vez no había exageración, ni ficción. Esta vez, era diferente.

Las palabras salieron atropelladas, casi sin filtro. Contó lo que vio, lo que sintió, lo que vivió en ese callejón maldito. Describió a la chica con tanto detalle cómo podía recordar: el largo de su cabello, el negro ajustado de su vestido, el terror en sus propios ojos antes de que todo terminara. Escribió sobre la sombra, esa oscuridad palpable que no tenía forma ni lógica.

Cada palabra lo hacía revivir la experiencia, y por momentos tuvo que apartar las manos del teclado para recuperar el aliento. Pero no se detuvo. Sabía que no podía.

Cuando terminó de describir todo, se quedó mirando la pantalla. Sus dedos titubearon antes de escribir la última frase. No quiso adornarla, ni suavizarla. Solo la escribió, cruda y directa:

“No sé qué era eso, pero se está llevando personas y nadie hace nada.”

Se quedó inmóvil por unos segundos, leyendo y releyendo la frase. Era una advertencia, para cualquiera que prestara atención. Finalmente, con un clic, publicó la entrada.

Afuera, la ciudad seguía viva, bulliciosa, indiferente. Pero él sabía que, en algún lugar, aquella sombra seguía acechando. ¿Cuántas otras personas habrían caído bajo su oscuridad sin que nadie lo supiera?

Las respuestas en su blog no se hicieron esperar. Apenas unos minutos después de publicar, las notificaciones comenzaron a inundar la sección de comentarios. Pero en lugar de apoyo, Julián se encontró con una avalancha de críticas: “Charlatán”, “Fantasioso”, “Mentiroso de cuarta”. Los mensajes destilaban burla y desprecio. Para algunos, no era más que otro pobre intento de hacerse viral.

Fue entonces cuando entendió con dolorosa claridad por qué su editor había rechazado su propuesta de cubrir lo sucedido en el diario. Esto no era algo que pudiera ser tomado en serio, al menos no sin pruebas contundentes. Su credibilidad estaba en juego, y cada palabra publicada en su blog parecía erosionarla aún más.

Decidió pedir unos días libres, usando como excusa el trauma que le había dejado la experiencia. Su jefe, sorprendentemente comprensivo, le dio una palmada en el hombro y le dijo que regresara cuando se sintiera mejor. Pero Julián sabía que eso no iba a pasar. No mientras aquella cosa siguiera allá afuera. Julián había tomado una decisión irrevocable: encontrar a la sombra asesina, entender qué era y, de alguna forma, detenerla. Ya no se trataba solo de su credibilidad. Esto era algo mucho más profundo, más visceral. Era una necesidad de enfrentarse a ese horror y demostrar, aunque fuera a sí mismo, que no estaba perdiendo la cabeza.

Empezó recorriendo las calles del microcentro, volviendo una y otra vez al callejón donde todo había sucedido. Observaba con detenimiento buscando cualquier pista, cualquier indicio que pudiera haber pasado por alto. Pero el lugar parecía haber regresado a su normalidad indiferente, como si aquella noche no hubiera dejado huellas.

Por las noches, cuando el cansancio lo obligaba a dejar de caminar, se sumergía en internet. Navegaba durante horas en foros oscuros, dedicados a teorías conspirativas, fenómenos paranormales y relatos de terror. Al principio, no encontraba más que historias sensacionalistas, pero algo le decía que debía seguir buscando.

Finalmente, en un foro dedicado al terror cósmico y con apenas un puñado de usuarios activos, encontró algo que le heló la sangre. Era un post escrito hacía poco más de un año. Un usuario describía una experiencia espeluznante que tenía similitudes aterradoras con lo que Julián había vivido. En el relato, el autor contaba cómo había presenciado una figura oscura y amorfa, cargada de maldad, que había atacado a un muchacho de unos 25 años. Mencionaba el frío antinatural, la sensación de parálisis, y cómo la víctima había sido “consumida” por la sombra sin dejar rastro de lucha, solo un cadáver marcado por el terror.

El autor, usando un pseudónimo, aseguraba que había intentado buscar respuestas, pero no había llegado a ninguna conclusión. Y entonces, sin explicaciones, el usuario había dejado de publicar en el foro. Era como si la sombra lo hubiera alcanzado también.

 El anónimo usuario le había puesto nombre a aquella sombra: “La Sombra Inhumana”.

Ahora, más que nunca, necesitaba saber qué era aquella cosa tenebrosa. 

Una noche, mientras caminaba por las calles, vio la misma figura oscura que había visto aquel día. Julián la siguió, sintiendo que cada paso lo acercaba más al peligro. La vio entrar en un viejo edificio en construcción y, decidido, entró.

El interior estaba en penumbras, con el sonido de sus pasos resonando en el silencio. Subió las escaleras, guiado por un instinto que no podía explicar. En el último piso encontró una habitación vacía, no veía a la sombra inhumana en ningún lado.

De repente, la sombra apareció, surgiendo de las paredes como si fuera su origen. Julián sintió el mismo terror paralizante de la primera vez, pero esta vez logró sacar una pequeña linterna de su bolsillo. Apuntó el haz de luz hacia la sombra, que se retorció y se desvaneció, como si la luz fuera su única debilidad.

Pero la sombra no se rindió, apareció, desafiante, detrás de Julián y lo atrapó en sus etéreos, pero fuertes brazos. Julián, presa del terror, gritó, pero sus gritos fueron apagados por algo desconocido. Lo último que sintió fue frio, un frio tajante e intenso que le heló la sangre. Poco a poco, sintió que el frio se disipaba, así como su propia vida…

Al día siguiente, los trabajadores del edificio encontraron el cadáver de Julián, retorcido y repleto de marcas. Pero lo que mas le llamó la atención, llenándolos de terror fueron sus ojos.

Terriblemente abiertos como mirando un terror del que no podía escapar.


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