El Bosque de los Ojos Silenciosos


El bosque parecía respirar bajo el paso del viento, como si todo su ser se expandiera y contrajera con un ritmo primitivo. Las ramas se entrelazaban en lo alto, formando una bóveda natural que ahogaba la luz del sol, reduciendo el mundo a un crepúsculo eterno. Las hojas crujían con un ritmo extraño, hasta algo tenebroso, como si no fueran movidas por el viento, sino por un susurro colectivo que nacía de miles de bocas invisibles. Cada crujido resonaba en mis oídos, transformándose en palabras que no podía entender, pero cuya amenaza era imposible ignorar.

A medida que me adentraba en aquel lugar, los árboles parecían cambiar. Sus troncos se retorcían, como si estuvieran vivos, y en sus rugosas cortezas comenzaban a formarse figuras inquietantes. Lo que al principio eran simples hendiduras y nudos pronto se transformó en algo mucho más perturbador: Ojos. Ojos oscuros, profundamente hundidos, que brillaban con una malevolencia innata. No parpadeaban. No apartaban la mirada. Solo observaban, fríos, calculadores, hambrientos. Cada paso que daba era acompañado por la sensación inconfundible de ser vigilado, de estar bajo un escrutinio que perforaba hasta lo más profundo de mi ser.

Intenté ignorarlos, convencerme de que todo era producto de mi imaginación, pero el peso de sus miradas era insoportable. Eran como agujas que se clavaban en mi carne, como garras invisibles desgarrando mi mente. El aire se volvió denso, difícil de respirar, impregnado de un olor acre que me recordaba a la madera quemada y a la carne en descomposición. El suelo bajo mis pies comenzó a cambiar también: lo que antes era un lecho de hojas y tierra húmeda se convirtió en un entramado de raíces retorcidas, que parecían pulsar con vida propia.

Fue entonces cuando ocurrió. Uno de los ojos, más grande y brillante que los demás, se clavó en mí con una intensidad que casi me hizo gritar de terror. Algo en su mirada era diferente: no solo observaba, sino que parecía escarbar en mis pensamientos, desentrañando mis miedos más profundos, mi vulnerabilidad más íntima. Y entonces lo sentí, una voz que no era una voz, un eco que no venía del exterior, sino de dentro de mi propia cabeza. No decía palabras, pero transmitía un mensaje claro: No eres bienvenido aquí.

El pánico me envolvió. Comencé a correr, mis pies tropezando con las raíces que ahora parecían alzarse del suelo como garras filosas, buscando atraparme. Las sombras de los árboles se alargaban y retorcían a mi alrededor, transformándose en figuras grotescas que se cernían sobre mí. Los ojos, cada vez más numerosos, brillaban con un fulgor siniestro, reflejando un odio ancestral que no podía comprender. Mi respiración se volvió errática, mis piernas temblaban, pero no podía detenerme.

Finalmente, mi desesperación me arrancó un grito desgarrador, un alarido que parecía partir el aire como un rayo. Pero el bosque respondió. No con el silencio, ni con el crujir de las hojas, sino con una risa. Una risa hueca, infinita, que resonaba desde todas partes y ninguna, una carcajada que no podía ser humana. Aquella risa devoró lo poco que me quedaba de cordura, hundiéndome en un abismo del que sabía que nunca podría escapar.

El bosque de los Ojos Silenciosos no era solo un lugar. Era un ser vivo, un depredador que se alimentaba del miedo, que consumía las almas de aquellos que osaban adentrarse en su territorio. Y yo… yo ya era suyo.



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