La ciudad de Abisso era un lugar donde los días se arrastraban como sombras sin dueño. La niebla de smog era tan densa que la luz del sol apenas podía atravesarla, y el constante ruido de bocinazos, motores y pasos apresurados ahogaba cualquier intento de encontrar paz. La vida se perdía entre esas calles grises y abarrotadas, donde las personas parecían moverse como autómatas, prisioneras de la rutina y el caos de la urbe.
Él, sin embargo, se había apartado de ese bullicio. Vivía en las afueras, en una pequeña casa que parecía también atrapada en la niebla del tiempo. No le interesaba ya nada de lo que la ciudad ofrecía. Su vida había quedado suspendida en el aire el día en que su esposa desapareció sin dejar rastro, hacía casi cuatro años.
Él aún
recordaba aquellos días compartidos con ella, días que ahora parecían envueltos
en una niebla lejana e inalcanzable. Era una mujer hermosa y cariñosa, siempre
esperándolo en casa cuando él regresaba del trabajo. Todas las madrugadas, él
se levantaba alrededor de las cuatro, se movía en silencio, como un susurro en
la penumbra, y, tras un breve café, regresaba a la habitación, inclinándose
sobre ella para besarla suavemente antes de partir. Al mediodía, volvía y ella
lo recibía con un plato caliente y una sonrisa. La tarde transcurría entre
pequeñas charlas, una rutina sencilla y plena de calidez: las compras, la
televisión, una cena sencilla… y a la cama. Durante los fines de semana,
paseaban por el parque o improvisaban alguna salida; su vida era tranquila y
llena de una paz casi ritual.
Pero
aquel día, al regresar a casa, lo primero que notó fue algo fuera de lugar: un
libro. Lo miró extrañado, y cuando ella le sirvió la comida, no pudo evitar
preguntarle de dónde había salido. Ella, con una sonrisa y un gesto
despreocupado, respondió: "De la biblioteca". A la luz del día, su
respuesta sonaba normal, aunque él no recordaba haberla visto ir a la
biblioteca antes.
“¿Por
qué un libro de la biblioteca?”, preguntó curioso, tratando de entender la
nueva costumbre. Ella rió suavemente y explicó: “Paso todo el día sola... pensé
que sería mejor leer que embotar mi mente con la televisión. Le pregunté a la
bibliotecaria, una mujer amable, qué podría leer después de tanto tiempo, y me
sugirió este…”
En los
días que siguieron, el ritmo en la casa cambió. Ella parecía absorbida por los
libros, cada día con uno distinto. Su entusiasmo era algo nuevo; él se alegraba
al verla vibrar, al escucharla hablar sobre las tramas y los personajes con una
intensidad que no le había visto antes. Sin embargo, algo indefinible, como una
sombra intangible, comenzó a filtrarse en el ambiente. Al principio, era un
malestar sutil, un leve cambio en el aire que no podía señalar con certeza;
pero con cada día que pasaba, la presencia de aquella sombra se volvía más
evidente, como un peso intangible pero constante.
Un día,
al volver del trabajo, él encontró una nota en la cocina: “Estoy en la
biblioteca. Te amo.” El mensaje era breve y familiar, pero el gesto, de algún
modo, le pareció frío, vacío. Comió solo esa noche, en silencio, con la comida
que ella había dejado para que él calentara. Al poco rato, ella regresó, como
si nada fuera inusual, pero su rostro, su piel misma, parecía haber cambiado.
Ella se sentó a su lado en el sofá, abrió un libro y comenzó a leer,
hundiéndose en las páginas con una intensidad desconcertante.
“¿Qué lees, amor?”, se animó a preguntar. Ella alzó la mirada y arqueó una ceja, respondiendo en un tono seco y distante: “¿Un libro? ¿No lo ves?”
La
familiaridad de sus palabras se había perdido en un matiz extraño y distante.
Desde
aquella noche, nunca más volvió la calma a la casa. La nube de oscuridad y
desesperación que se había insinuado antes ahora llenaba cada rincón. Él
continuó con su rutina: levantarse temprano, prepararse un café y besarla
mientras dormía, pero un escalofrío lo atravesaba cada mañana. Su frente, antes
cálida y reconfortante, era ahora fría, inerte. Ella parecía una presencia
ajena, distante, como si un abismo se hubiera abierto entre ellos.
Hasta
que un día, ella no regresó de la biblioteca. No había notas esta vez, ni
advertencias. La noche avanzó y él esperó, el insomnio consumiéndolo en una
espiral de ansiedad creciente. Fue a la biblioteca, interrogó a los empleados y
llamó a la policía. Sí, la habían visto entrar, pero nadie recordaba haberla
visto salir. Los días pasaron, cada uno cargado de una angustia opresiva,
mientras la policía buscaba sin encontrar rastro alguno. Al cabo de unas
semanas, la investigación se detuvo.
Y él
quedó solo, en una casa que nunca volvió a sentirse realmente suya, impregnada
de aquel último susurro de ella, como un rastro perdido en la bruma de algún
sueño que lo perseguiría para siempre.
El
recuerdo de su rostro, de su risa, de su amor, lo había dejado vacío, un
agujero en el pecho que no lograba llenar. Solo quedaba el alcohol y los
libros, y en ellos buscaba consuelo, aunque sabían a vacío. A veces, entre una
copa y otra, se encontraba mirando las viejas ediciones que su esposa adoraba.
Ella había sido quien lo introdujo al mundo de los libros antiguos, los que
olían a polvo y a secretos. Aquellos volúmenes, olvidados por el mundo,
parecían tener algo más que simple tinta y papel.
Así
empezó su nuevo su ritual diario: ir a la biblioteca de Abisso. No la
biblioteca común, sino aquella parte oculta, entre las estanterías más oscuras,
donde se encontraban los libros prohibidos, los incunables, los que nunca
habían sido destinados al público. Allí, se sumergía en páginas de textos
ilegibles, codificados, con letras que lo hacían sentir como si estuviera
entrando en otro mundo.
Hoy, sin
embargo, algo era diferente. Mientras recorría las estanterías, sus ojos
cayeron sobre un volumen que nunca había visto antes. Estaba solo, apartado de
los demás sobre un pedestal de madera oscura y lustrosa, casi como si el libro
mismo intentara esconderse de él. El Arcanum Obscuritatis, tallado con
letras amarillentas y un extraño simbolismo en la portada, parecía observarlo
desde su escondite. La tapa, gruesa y hecha de un cuero marrón, parecía haber
estado allí por siglos, acumulando años de olvido.
Se
acercó a él con el pulso acelerado. Sin pensarlo, lo tomó entre sus manos. El
libro se sentía pesado, no solo en su físico, sino también en el aire que lo
rodeaba. Lo abrió, y el olor a madera abrasada y a moho llenó sus pulmones,
pero no le dio importancia. Estaba tan absorto en el volumen que apenas pudo
notar el extraño latido en sus oídos, como un susurro lejano que parecía emanar
del libro.
Las
primeras páginas estaban escritas en un idioma que nunca había visto. Las
letras eran como serpientes entrelazadas y retorcidas, pero, aun así,
familiares de alguna manera. El aire se sentía más denso a medida que pasaba
las páginas. Decidió seguir adelante, una parte de él sintiendo que debía
continuar, como si algo invisible lo guiara. Y fue entonces cuando ocurrió lo
extraño. Las palabras comenzaron a formarse en su mente, como si las hojas
mismas hablaran con él. No solo las leía, sino que las comprendía, cada símbolo
y cada frase.
"No
puede ser", murmuró para sí mismo, sus manos temblorosas volviendo una y
otra vez sobre las mismas palabras. No tenía sentido. ¿Cómo podía entender un
idioma que jamás había estudiado? Pero no podía dejarlo. No podía dejar de
leer, de sumergirse más y más en la oscuridad del libro.
A medida
que avanzaba, su mente se sentía más ligera, como si fuera arrastrado por una
corriente invisible. Los pensamientos de su esposa, que lo habían atormentado
durante tanto tiempo, empezaron a desvanecerse, reemplazados por fragmentos del
texto. La voz que susurraba entre las páginas parecía tener un tono antiguo,
casi malicioso, y cuanto más leía, más se sentía como si el libro tuviera el
control sobre él, como si lo estuviera invadiendo de una manera casi física.
Una
sensación extraña lo envolvió. La biblioteca ya no parecía igual. Los libros a
su alrededor, que siempre había considerado parte de su mundo seguro, ahora se
veían distorsionados, deformados. Como si las sombras de la sala se alargaran,
como si la oscuridad misma empezara a tragarse la luz.
Se
detuvo un momento, mirando alrededor. Un escalofrío recorrió su espalda. Algo
estaba ocurriendo. Algo estaba cambiando.
Sorprendido
miró alrededor y algo había cambiado. Las estanterías,
antes de madera gastada y repletas de libros olvidados, ahora se alzaban como
enormes columnas de piedra, gigantescas, kilométricas, y cubiertas de extraños
volúmenes arcanos. Cada libro parecía respirar por sí mismo, como si la
madera no fuera más que una máscara que ocultaba algo vivo en su interior. La
atmósfera se volvió más densa, más opresiva, como si la misma biblioteca
estuviera cobrando vida.
Al alzar
la vista, descubrió una bruma verdeazulada que se
retorcía y reptaba sobre el cielo negro, como si tuviera vida propia. Más allá,
una especie de sol de un blanco enfermizo irradiaba su fulgor sobre todo lo que
alcanzaba: las estanterías infinitas, los libros silenciosos, la bruma
ondulante. Apenas pudo mirarlo. A pesar de no parecer un brillo
deslumbrante, aquel resplandor hería sus ojos como llamas invisibles,
obligándolo a desviar la mirada. Los libros, al recibir la luz de ese sol
extraño y abrasador, destellaban con un fulgor iridiscente y siniestro, un
brillo que parecía conjurar el eco de mil diablos rampantes, cada uno exhalando
un aliento maldito desde las profundidades.
Y el
Arcanum Obscuritatis... ahora parecía distinto. Ya no era el libro envejecido y
desmoronado que había encontrado en los rincones olvidados. Su cuero, antes de
un marrón envejecido y quebradizo, ahora era piel, piel humana. Piel tirante y
firme, como si estuviera recién curtida. La textura era extraña, demasiado
real, como si tuviera algo humano, algo que no debía estar allí. Las letras,
antes de un color amarillento, ahora brillaban como si estuvieran hechas de
oro, resplandeciendo con una intensidad enfermiza.
Un
escalofrío recorrió su espina dorsal. Su respiración se aceleró. No podía
soportarlo más. Cerró el libro con un golpe sordo, el eco de la tapa cerrándose
resonó en sus oídos como una sentencia. Entonces, algo ocurrió. Un rugido bajo,
casi imperceptible, vibró en el aire, y en un parpadeo, todo cambió.
Se
encontraba nuevamente en la biblioteca de Abisso. El suelo de madera crujía
bajo sus pies, aunque el aire denso y polvoriento. La lámpara de pantalla verde
parpadeaba débilmente sobre su cabeza, proyectando sombras inquietantes que se
alargaban hasta los rincones más oscuros de la sala. El Arcanum Obscuritatis
estaba allí, justo donde lo había dejado. El libro ahora parecía tal como lo
había visto al principio, envejecido, arrugado, quemado en algunos bordes, con
el cuero desgastado por el paso del tiempo.
Sintió
una oleada de alivio al ver que todo volvía a la normalidad. Su corazón latía
con fuerza en su pecho, como si estuviera a punto de explotar. Pero algo dentro
de él, una sensación retorcida y oscura, le decía que aún no había terminado.
Se
volteó rápidamente y salió corriendo de la biblioteca, sin mirar atrás. Las
puertas chirriaron al cerrarse tras él. El aire exterior, fresco y ligeramente
húmedo, le acarició la cara, pero no pudo deshacerse de la sensación de ser
observado. Respiró profundamente, tratando de calmar sus nervios, de
convencerse de que había sido solo un delirio. Pero sabía que algo no estaba
bien. Algo había sucedido en esa biblioteca, algo que no podía entender.
"Jamás
volveré allí", murmuró entre dientes, las manos temblorosas aferrándose al
abrigo como si eso pudiera protegerlo de lo que acababa de experimentar. Pero
el destino tenía otros planes para él.
Esa
noche, al regresar a su hogar, no podía dejar de pensar en el Arcanum
Obscuritatis. La imagen de las letras doradas brillando en su mente lo
perseguía. No podía librarse de ella, como si el libro lo llamara, como si se
hubiera marcado a fuego en su alma. Decidió ignorarlo, al menos por esa noche.
Apagó las luces de su casa, se sentó en su sillón y se dejó llevar por el
cansancio. Pero el sueño no llegaba.
A
medianoche, escuchó un leve crujido proveniente del salón. Una puerta se había
cerrado sola. Se levantó, cauteloso, y se dirigió a la sala. Allí, en su
escritorio, el Arcanum Obscuritatis estaba sobre la mesa, abierto en la página
que había leído antes. Las letras brillaban débilmente, como si lo estuvieran
esperando.
Sintió
que el aire se volvía denso, como si cada respiración le costara más esfuerzo.
El libro parecía haber sido colocado allí por una mano invisible, y cuando sus
ojos se posaron sobre las páginas, algo dentro de él se rompió. La comprensión
de las palabras no era solo un susurro en su mente esta vez; las letras se
deslizaban en su interior como si fueran parte de su sangre.
Unos
murmullos, suaves y cavernosos, comenzaron a formarse en su mente. Ya no podía
ignorarlos, ni cerrar los ojos a la oscuridad que se filtraba en su alma. Había
caído en la trampa. El libro lo había elegido, y no lo dejaría escapar.
La
sensación de ser observado, de ser vigilado, se intensificó. La ciudad de
Abisso, la vida, la niebla, todo se desvaneció, hasta que solo quedó él, solo
con el Arcanum Obscuritatis, y el horror que ahora le pertenecía.
Cerró el
libro nuevamente y se recostó, pero el sueño no trajo descanso. En cuanto sus
ojos se cerraron, las pesadillas lo arrastraron hacia un abismo aún más
profundo. Imágenes horrendas se formaban en su mente, unas tras otras, como
visiones de un mundo en decadencia. Vio universos enteros desmoronándose,
estrellas explotando, devorando todo a su paso, su luz extinguida en el vacío
del olvido. Los gritos llenaban el aire, desgarradores, como los lamentos de
seres que vivían en otros eones, en otras vidas, en otros tiempos. El sonido
era tan intenso, tan penetrante, que sus oídos sangraban por la angustia de
aquellos lamentos distorsionados. Un pedido de ayuda que nunca llegaba, que
nunca podría ser escuchado.
Despertó
con un sobresalto, el sudor frío empapando su piel y su respiración errática.
Miró a su alrededor, con la vista borrosa por el horror. Todo estaba en su
lugar, su habitación, las sombras quietas en el rincón, pero en su
escritorio... allí estaba de nuevo. El Arcanum Obscuritatis, abierto, como si
lo hubiera estado esperando. Sus páginas brillaban débilmente bajo la luz de la
lámpara, llamándolo, susurrando su nombre.
No pudo
resistir más. La mente, nublada por el terror y la fascinación, no hizo más que
ceder. Se levantó lentamente, casi como si fuera guiado por una fuerza ajena a
su voluntad. Caminó hacia la mesa, con todo su cuerpo temblando de miedo, y
sostuvo el libro en sus manos. Algo dentro de él, algo primal y oscuro, ya
había decidido. Ya no había vuelta atrás.
"Si
me quieres, me tienes", murmuró en voz baja, como si el libro pudiera
oírlo. Entonces, con una determinación fría y vacía, abrió las páginas y
comenzó a leer.
Las palabras
que antes no entendía ahora fluían a través de su mente con una claridad
aterradora. Su mente las traducía sin esfuerzo, como si hubieran estado
esperando ser descifradas. De repente, el aire a su alrededor se volvió más
denso, más pesado. La habitación, que hasta entonces había sido familiar,
comenzó a distorsionarse. Las paredes se alargaban, los techos se elevaban, y
una neblina oscura y espesa comenzaba a formarse alrededor de él. El aire olía
a humedad y a muerte.
Y
entonces, se encontró nuevamente allí.
En aquel
lugar antiguo, gigantesco, más allá de la comprensión humana. Caminó entre las
columnas de lo que parecía una biblioteca infinita, cada estante más alto que
el anterior, con volúmenes que parecían tan antiguos y terribles como el propio
Arcanum Obscuritatis. Los tocó, primero con miedo, luego con una seguridad
creciente, como si una parte de él hubiera sido absorbida por ese lugar, como
si ya no perteneciera al mundo exterior. Sintió la iridiscencia de aquel brillo
enfermo, la tocó y la sintió casi como parte de él.
Los
libros que tocaba estaban fríos, como si la materia misma que los formaba
hubiera dejado de ser de este mundo. Eran tomos cubiertos de símbolos que se
retorcían ante sus ojos, una lengua olvidada que parecía susurrar su propio
nombre, su propia condena.
"Esto
es real", pensó, pero no era una certeza tranquila, sino una revelación
aterradora. Aquello era real, más real que su propia existencia, más real que
cualquier cosa que hubiera conocido hasta ese momento. El Arcanum Obscuritatis
no era solo un libro, era un portal, un vínculo entre mundos, entre realidades,
entre eones. Y ahora, él era parte de todo eso.
La
neblina verdosa y espesa que se había formado a su alrededor comenzó a tomar
forma. No era una niebla común. En sus espesuras se podían distinguir figuras,
sombras humanas que se deslizaban y se retorcían en el aire. Seres que no
pertenecían a ningún plano de existencia conocido, sus ojos vacíos y profundos,
llenos de dolor y desesperación. Estaban allí, observándolo, esperando algo.
Algo que solo él podía darles.
Con un
estremecimiento, comprendió que no podía escapar. Había cruzado un umbral, y el
Arcanum Obscuritatis ya lo había reclamado. Y mientras las sombras lo rodeaban,
él comprendió que ahora su destino estaba atado al de los seres de esa
biblioteca infinita. Él ya no era un hombre más. Ya no era un simple ser
humano. Había sido marcado por algo más antiguo que el tiempo, algo que se
alimentaba de la desesperación, de la obsesión.
La luz
en sus ojos se desvaneció mientras las sombras lo rodeaban por completo, y el
último vestigio de su humanidad se desvaneció en el aire, perdido para siempre
en las páginas del libro maldito.
Después
de aquel día, nadie volvió a saber nada de él. Había desaparecido, al igual que
su esposa, cuatro años antes. La gente de Abisso murmuraba sobre la tragedia
que se cernía sobre la ciudad, pero el tiempo siguió su curso, como si nada
hubiera ocurrido.
El
libro, que antes estuvo en su casa, permaneció inmóvil y olvidado en su
pedestal, ahora cubierto por la misma capa de polvo y sombras. Sin embargo, en
el lugar más oscuro de la biblioteca de Abisso, el Arcanum Obscuritatis
esperaba pacientemente, con sus páginas listas para recibir a otro incauto,
otra alma que cayera en su trampa. Aquella oscura reliquia de conocimiento
prohibido no descansaba. Estaba allí, esperando a quien pudiera alimentarlo, a
quien pudiera llevarlo de nuevo a su reino de horror y desesperación.
El ciclo
comenzaba de nuevo, como siempre lo había hecho.
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