Tributo Ancestral


En la pequeña ciudad de Shadowpoint, las noches parecían más densas que en otros lugares. La bruma que ascendía desde el cercano pantano de Black Willow Marsh se enroscaba entre las calles adoquinadas, como si buscara algo o alguien, y las sombras de los altos pinos parecían alargarse más de lo que la lógica permitía. En el centro del pueblo, sobre una colina que dominaba la vista de los tejados mohosos y las chimeneas torcidas, se alzaba la mansión de los Eldermore, un caserón vetusto cuyos cimientos parecían aferrarse a la roca con desesperación, como si temiera ser arrastrado por una fuerza invisible.

El abuelo Stephen Eldermore, patriarca de la familia, había vivido allí toda su vida, viendo pasar los años desde su estudio de paredes forradas de madera oscura y estanterías repletas de libros antiguos, muchos de ellos escritos en lenguas olvidadas. A sus noventa años, aún conservaba una postura erguida y una mirada aguda, aunque su cabello blanco y su piel arrugada evidenciaban el paso del tiempo. Siempre fue un hombre reservado, pero en los últimos meses, algo en él había cambiado. Sus noches, antes tranquilas, se habían convertido en un infierno privado de pesadillas.

En sus sueños, se veía caminando por un paisaje oscuro y sofocante. Una bruma verdosa flotaba en el aire, espesándose hasta envolverlo por completo, como si tuviera peso y voluntad. El suelo era resbaladizo, cubierto de algo húmedo que se pegaba a sus botas con cada paso. No había estrellas, ni luna, solo una penumbra opresiva que parecía extenderse hasta el infinito. Entre la niebla, unas formas comenzaban a emerger: tentáculos colosales, cubiertos de escamas traslúcidas que brillaban con una luz propia, retorciéndose como si danzaran al ritmo de algún himno antiguo e incomprensible. Cada tentáculo estaba cubierto de ventosas que parecían inhalar el aire mismo, dejando un vacío que le robaba el aliento.

Cuando Stephen despertaba, siempre era igual: jadeando, empapado en sudor frío, con una sensación de vacío que se le agarraba al pecho como una garra invisible. Y cada vez que el sueño volvía, su cuerpo parecía quebrarse un poco más. Sus ojos, que antes brillaban con la astucia de un hombre que había vivido demasiado, comenzaron a opacarse, y sus manos temblaban incluso en los momentos de calma. Las pesadillas no eran solo sueños: parecían algo más, algo que lo estaba reclamando lentamente.

Los médicos de Shadowpoint no encontraban una causa para su repentino deterioro. Decían que tal vez fuera su avanzada edad, pero Stephen sabía que no era así. Había algo en esas visiones, algo que lo conectaba con un terror ancestral que ni siquiera los textos polvorientos en su biblioteca podían explicar por completo.

Un día, mientras la bruma ascendía temprano por los ventanales de la mansión, Stephen reunió a su nieto, Edward Eldermore, el único miembro de la familia que aún residía en Shadowpoint. Con la voz débil, pero cargada de urgencia, le dijo:

-         Edward, la sangre de los Eldermore está maldita. Hay algo… algo que nos reclama desde las profundidades. Lo vi en mis sueños… y pronto, vendrá por mí.

Edward, sentado en el sillón frente a su abuelo, intentó mantener la compostura, aunque sentía cómo un escalofrío recorría su columna. La tenue luz de la lámpara de aceite sobre la mesa apenas lograba disipar las sombras que se acumulaban en las esquinas del estudio. Las palabras de Stephen resonaban en el silencio de la habitación, un eco que parecía susurrar algo más allá de su significado literal.

Aunque intentó convencerse de que aquello era producto de la senilidad, algo en la mirada vidriosa de Stephen le decía que hablaba con absoluta seriedad. Era como si los ojos del anciano hubieran visto algo que la lógica de Edward no podía comprender. Algo real.

-          ¿De qué hablas, abuelo? -preguntó Edward, con un tono que intentaba sonar escéptico pero que apenas disimulaba su creciente inquietud.

Stephen se inclinó hacia adelante, con un esfuerzo evidente. Su aliento era irregular, como si cada palabra le arrancara un pedazo de vida.

-          Hace muchos años, más de los que nuestra familia se atreve a recordar, un antepasado, Reginald Eldermore, hizo un pacto -susurró Stephen, mirando fijamente a su nieto-. Un pacto con algo que no debería ser nombrado. Algo que no pertenece a este mundo.

La habitación pareció enfriarse de repente, y Edward sintió que el aire se volvía más denso, como si la mención de aquel pacto despertara una presencia latente en las paredes mismas de la mansión.

-          ¿Qué clase de pacto? -Edward insistió, tratando de no dejarse llevar por el ambiente opresivo que ahora parecía apoderarse del lugar.

Stephen cerró los ojos por un momento, como si reviviera una memoria ajena, una que había pasado de generación en generación a través de susurros y advertencias veladas.

-          Reginald no era más que un hombre ambicioso y desesperado -continuó, con la voz quebrada-. La familia Eldermore era pobre, al borde de la ruina. La tierra que poseíamos no daba frutos, las deudas nos ahogaban… y entonces, él lo encontró. O mejor dicho… eso lo encontró a él.

Edward sintió un nudo en el estómago.

-          ¿Qué era?

Stephen abrió los ojos lentamente. Su mirada era vacía, como si mirara a través de Edward, hacia algo más lejano.

-          Nunca se ha sabido exactamente qué es -admitió, con un tono que parecía arrastrar siglos de culpa-. Algunos lo llaman un dios olvidado, otros un parásito cósmico que se alimenta de almas. Pero Reginald lo llamó… Ma’halar.

Al escuchar aquel nombre, Edward sintió que algo en el aire vibraba, como si las mismas paredes del estudio lo hubieran reconocido.

-          ¿Qué hizo? -preguntó Edward, sin poder ocultar su ansiedad.

Stephen respiró hondo, como si la revelación siguiente cargara el peso de generaciones enteras.

-          Le ofreció lo único que tenía para dar -dijo el anciano-. Nuestra sangre. La descendencia de los Eldermore. Cada generación… cada uno de nosotros… está atado a su voluntad. Nuestra fortuna, nuestra posición, todo lo que tenemos, proviene de esa transacción infernal. Y ahora… ahora él ha venido a cobrarse lo que es suyo.

La lámpara parpadeó, proyectando sombras retorcidas sobre el rostro de Edward. En ese momento, el joven supo que lo que su abuelo decía no era un delirio. Lo sentía en el peso del aire, en la oscuridad que parecía respirar junto a ellos.

-          ¿Y si rompemos el pacto? -preguntó Edward, con una mezcla de determinación y miedo.

Stephen soltó una risa amarga, apenas un susurro.

-          No se puede romper un pacto con algo como Ma’halar -dijo-. Solo se puede esperar… y rezar para que no reclame más de lo que ya ha tomado.

El ambiente se volvió aún más pesado, como si las palabras de Stephen cargaran un peso que aplastaba el aire mismo. Cada susurro suyo parecía provocar que las sombras de la habitación se agitaran levemente, como si algo invisible acechara desde las esquinas más oscuras.

-          Cada generación... -repitió Stephen, su voz temblorosa y cargada de un miedo ancestral-, tiene que pagar un tributo.

El anciano tosió violentamente, un sonido áspero que resonó como un eco en la habitación cerrada. Se llevó un pañuelo amarillento a los labios temblorosos y, al retirarlo, Edward notó una mancha rojiza en la tela. Stephen no le dio importancia y continuó:

-          Un tributo gigantesco... uno que ningún Eldermore ha podido evitar.

Edward tragó saliva, con una mezcla de confusión y horror. Sentía que cada respuesta solo levantaba nuevas preguntas, como si estuviera desenredando un hilo que lo llevaba directamente a un abismo insondable.

-          ¿Qué tipo de tributo, abuelo? -preguntó, su voz apenas un murmullo.

Stephen no respondió de inmediato. Sus ojos, hundidos y rodeados de profundas sombras, se fijaron en su nieto con una intensidad perturbadora. Finalmente, señaló hacia un viejo armario empotrado en la pared, cuya madera gastada parecía crujir bajo el peso de los años.

-          Antes de seguir... necesito que abras ese armario. Debajo de los zapatos encontrarás una caja de roble. Tráemela, por favor.

Edward dudó. El ambiente en la habitación se sentía cada vez más sofocante, como si una presencia invisible estuviera observándolo con creciente interés. A pesar de sus reservas, se levantó lentamente y caminó hacia el armario. Al abrir sus puertas, un leve olor a humedad y madera envejecida lo envolvió.

Dentro, encontró un revoltijo de zapatos viejos y polvorientos, cinturones de cuero desgastados y prendas que parecían no haber sido tocadas en décadas. Sus dedos tantearon entre los objetos hasta que finalmente encontraron la caja de roble: pequeña, de un marrón oscuro, con grabados que apenas eran visibles bajo la fina capa de polvo que la cubría.

La tomó con cuidado, notando un leve calor que emanaba de la madera, como si la caja estuviera viva de alguna manera. Algo en su interior parecía pulsar débilmente, un ritmo apenas perceptible, como un latido lejano.

Edward volvió al sillón con pasos medidos, su respiración acelerada. Extendió la caja hacia su abuelo, quien la recibió con manos temblorosas pero firmes.

Stephen la abrió con una parsimonia casi ritual, y de inmediato un brillo amarillento se filtró por las rendijas de la tapa. Cuando esta se abrió por completo, una luz dorada, antinatural, llenó la habitación, danzando como si tuviera voluntad propia.

La luz parecía reflejarse en los ojos de Stephen, que brillaron con una intensidad inhumana, hundiéndolos aún más en las cuencas de su rostro. Edward se quedó sin aliento al observar cómo el resplandor iluminaba las arrugas y sombras de su piel, dándole un aspecto casi espectral.

Dentro de la caja, reposaba un extraño objeto: una esfera del tamaño de un puño, de un material translúcido que parecía estar en constante movimiento. Corrientes doradas fluían en su interior, retorciéndose y formando formas incomprensibles, como si un idioma desconocido intentara escribirse dentro de aquella prisión de cristal.

Stephen alzó la mirada hacia su nieto, sus labios temblorosos mientras sostenía la caja abierta entre sus manos.

-          Esto... -susurró, su voz apenas un aliento- es el vínculo. El recuerdo del pacto.

Edward no podía apartar la vista de la esfera, que parecía mirarlo de vuelta, como si su propia existencia estuviera siendo medida y evaluada. Por un instante, sintió que algo en su interior respondía al objeto, como un eco en lo más profundo de su ser.

-          ¿Qué... qué es eso? —logró preguntar, su voz quebrándose.

Stephen cerró la caja de golpe, apagando el brillo amarillo. De inmediato, la habitación pareció caer en un silencio sepulcral, como si el objeto hubiera absorbido todo sonido junto con su luz.

-          Es la clave y el recordatorio de lo que se debe pagar -dijo el anciano, con un tono solemne-. Y tú, Edward… tú eres parte de la deuda.

-          ¿Cómo que parte de la deuda? -protestó Edward, su voz quebrándose entre incredulidad y miedo-. ¡Yo no he hecho nada!

Stephen lo observó con una expresión sombría, cargada de años de conocimiento oscuro y resignación. Cada arruga de su rostro parecía contar historias de generaciones marcadas por un terror inimaginable.

-          Eres un Eldermore -dijo con un tono grave que parecía resonar en toda la habitación, como si aquellas palabras tuvieran un peso ancestral.

El anciano dejó caer la cabeza por un momento, respirando con dificultad, pero algo parecía mantenerlo en pie, una fuerza desconocida que lo obligaba a continuar. Luego, como movido por un impulso más allá de su control, abrió nuevamente la caja con movimientos deliberados, dejando que el brillo hipnótico de la esfera escapara una vez más.

Sin vacilar, Stephen tomó la esfera entre sus manos. A pesar de su aparente fragilidad, el objeto parecía flotar en su palma, como si desafiara las leyes mismas de la realidad. Sus ojos, hundidos y cansados, se alzaron hacia su nieto, ahora con una extraña mezcla de tristeza y determinación.

-          Toma, Eddy… esto es tu legado -dijo Stephen, una sonrisa ladeada deformando su rostro-. Debes tomarla.

Edward dio un paso atrás instintivamente, pero algo en la voz de su abuelo y en la pulsación hipnótica de la esfera lo obligó a avanzar de nuevo, casi como si estuviera siendo arrastrado por un hilo invisible. Extendió una mano, temblorosa, con el corazón latiéndole en los oídos, hasta que finalmente sus dedos rozaron el objeto.

Al contacto, un escalofrío recorrió todo su cuerpo, pero lo que más le sorprendió fue su ligereza. La esfera no pesaba nada, como si no estuviera hecha de materia convencional, sino de algo más... algo imposible de describir. La sostuvo con ambas manos, observándola de cerca mientras el resplandor amarillento comenzaba a transformarse.

Lo que antes eran corrientes doradas se tiñó de un verde profundo y brumoso, como si la esfera reaccionara al toque de Edward, adaptándose a su esencia. Dentro del objeto, las corrientes se agitaban violentamente, formando figuras que desafiaban toda lógica: espirales infinitas, símbolos incomprensibles, y sombras que parecían moverse con una voluntad propia.

Y entonces, lo vio.

El brillo verdoso se expandió, cubriendo sus pupilas y sumergiéndolo en un paisaje inimaginable. Ya no estaba en la habitación de su abuelo. Edward se encontraba en una vasta extensión de niebla espesa y asfixiante, donde cada respiración parecía quemarle los pulmones. En la distancia, entre la bruma, enormes estructuras ciclópeas se alzaban hacia un cielo invisible. Las paredes de esas edificaciones estaban cubiertas de relieves imposibles, grabados que parecían retorcerse y cambiar de forma si los mirabas por demasiado tiempo.

Un rugido profundo, gutural, resonó en la distancia, estremeciendo el suelo bajo sus pies. Entre las sombras, Edward comenzó a distinguir formas que se movían: criaturas titánicas con tentáculos que se retorcían como serpientes enloquecidas, sus cuerpos cubiertos de escamas iridiscentes que reflejaban una luz proveniente de ninguna parte. Sus ojos eran pozos negros, insondables, que parecían absorber la cordura de quien los mirara.

Edward intentó apartar la mirada, pero no pudo. Sentía como si la esfera lo sujetara, obligándolo a contemplar aquellas visiones más allá de la comprensión humana. Escuchó un murmullo, un susurro que creció hasta convertirse en un coro de voces alienígenas, pronunciando palabras en un idioma que su mente no podía procesar, pero que, de alguna forma, entendía.

-          El pacto... nunca será roto.

Las palabras resonaron dentro de su cabeza, como si fueran pronunciadas directamente en su alma. Una sensación de vértigo lo invadió mientras la visión comenzaba a fragmentarse, cada imagen superponiéndose con otras, hasta que finalmente se vio de pie en una sala gigantesca. Allí, un trono de piedra negra se alzaba, y en él, una figura informe reposaba. Tentáculos gigantescos colgaban de su cuerpo, sus ojos como galaxias oscuras que giraban lentamente.

La criatura habló, sin mover su "boca", pero su voz resonó como un trueno:

-          Eres el portador. La deuda debe cumplirse.

Edward gritó, un sonido que parecía ser arrancado de lo más profundo de su ser. La esfera en sus manos brilló con una intensidad cegadora, y de repente, todo desapareció.

La habitación recuperó su quietud, como si los horrores cósmicos jamás hubieran irrumpido en ese espacio terrenal. El abuelo, ahora transformado, respiró profundamente, su pecho inflándose con una fuerza renovada. Las arrugas en su rostro parecían haberse desvanecido, y sus manos, antes temblorosas, ahora se movían con firmeza.

Stephen Eldermore estaba de pie donde antes estaba Edward parado, un brillo malsano danzando en sus ojos rejuvenecidos. Observó la esfera apagada en sus manos, como si contemplara una vieja conocida, un instrumento que había cumplido su propósito una vez más.

Sin decir una palabra, con movimientos ceremoniales, colocó la esfera de vuelta en su caja de roble y regresó al armario. El eco del cierre resonó en la habitación, marcando el fin del ritual. Acomodó cuidadosamente la caja entre los objetos olvidados del armario: cinturones agrietados, zapatos empolvados, y prendas que apestaban a abandono. Luego cerró la puerta con un suspiro de satisfacción.

Girándose, echó un último vistazo al lugar donde Edward había estado de pie momentos antes. Después miró la cama y vio el cadáver del anciano, su cadáver, muerto. Stephen apretó los labios, su rostro neutral, casi impasible.

-          El mal está contenido una vez más -murmuró, más para sí mismo que para cualquier oyente invisible.

Reginald Stephen Eldermore, el último portador del secreto de la familia, sabía que su tiempo estaba garantizado. Con el alma de Edward como tributo, las sombras no lo reclamarían por al menos otras cinco o seis décadas. Caminó lentamente hacia la ventana, observando las calles desiertas de Shadowpoint. La niebla comenzaba a disiparse con el amanecer, y la ciudad parecía indiferente al sacrificio que acababa de ocurrir entre sus fronteras.

-          Cuando llegue el momento, -pensó- hallaré otro. Siempre hay alguien dispuesto a portar el legado.

Salió de la habitación, cerrando la puerta con cuidado. Detrás de ella, el armario aguardaba, inmóvil, pero latente, como un tumor silencioso en la estructura de la casa. La caja de roble, oculta bajo capas de olvido, dormía... pero no por siempre.

Al bajar las escaleras, el anciano se detuvo frente a un espejo. Vio el rostro de Edward joven feliz y radiante. Un nuevo ciclo empezaba.

Mientras caminaba hacia el exterior, las campanas de la iglesia local comenzaron a sonar, anunciando un nuevo día en Shadowpoint. Para sus habitantes, era una jornada más, ignorantes de los horrores que acechaban bajo la superficie de su tranquila ciudad.

Pero Stephen sabía. Siempre lo había sabido.

Y en algún rincón de esa casa, la esfera esperaba, paciente y callada, hasta que otro Eldermore fuera llamado a pagar el precio.

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