En las sombras de la Universidad de Nébula, donde las páginas de libros antiguos susurran secretos olvidados, el joven profesor de arqueología, Mortimer Highlight, se sumergió en el polvo de la historia. Entre las estanterías de la biblioteca Smithson, repletas de volúmenes amarillentos y pergaminos desgastados, tropezó con un rincón olvidado. Allí, entre los ecos silenciosos de pasillos desiertos, descubrió un mapa que despertaría su obsesión y alteraría su destino.
Los surcos de tinta en el pergamino trazaban las líneas de un mundo oculto, una ciudad subterránea que aguardaba en la penumbra de una cueva misteriosa. Financiado por fondos recién obtenidos, Mortimer se lanzó a la búsqueda de lo que creía que podría ser el descubrimiento de su vida.
Al principio, las puertas del financiamiento se cerraron para Mortimer en la Universidad de Nébula. Los directivos, arraigados en la rutina académica y cautelosos ante lo desconocido, veían la expedición en la selva ecuatoriana como una empresa riesgosa e innecesaria. Sin embargo, la obstinación y el entusiasmo inquebrantable de Mortimer se convirtieron en llaves persuasivas. Su ambición, respaldada por un apasionado discurso sobre la importancia de desentrañar los misterios del pasado, finalmente logró abrir las arcas universitarias para financiar su búsqueda en las profundidades de las exuberantes junglas ecuatorianas. La llama de la curiosidad y el deseo de conocimiento encendieron el camino hacia lo desconocido, pero Mortimer estaba lejos de anticipar la oscuridad que aguardaba en el corazón de la ciudad perdida.
Con un equipo de 7 personas, más un guía contratado en Quito, emprendió su viaje en las inhóspitas tierras de Ecuador, donde las sombras se alargaban en cada esquina y los rumores de lo inexplicable bailaban en el aire. Una vez en las puertas de la aventura selvática, y siguiendo el antiguo mapa, comenzaron el viaje, caminando entre las plantas, hiedras venenosas, mosquitos y otras alimañas, la expedición llegó a la entrada de la cueva, oculta entre la maleza y las rocas desgastadas por el tiempo. El eco de sus pasos resonaba en la oscuridad, y las paredes de la caverna parecían murmullos de un pasado olvidado.
La entrada de la cueva, enmarcada por la selva ecuatoriana, yacía entre la penumbra infernal y el olvido eterno. Un umbral cubierto de maleza, como las garras de antiguas deidades, ocultaba secretos milenarios que resonaban en sus sombras. El verdor exuberante de la jungla parecía contener susurros de épocas olvidadas, mientras la entrada se erguía como una boca abierta al abismo del pasado enterrado. La maleza se enredaba como tentáculos que ansiaban mantener en silencio los suspiros de la ciudad perdida que aguardaba más allá.
A medida que se adentraba en las profundidades, la luz de su linterna iluminaba inscripciones arcanas en las paredes, insinuando la existencia de una civilización enterrada. Mortimer experimentaba una mezcla de emoción y temor, consciente de que sus descubrimientos podrían alterar la comprensión misma de la historia conocida.
Caminaron por horas, entre estalactitas que amenazaban su vida y aguas pútridas que protegían extrañas criaturas que acechaban en aquella oscuridad, solo quebrada por las lámparas de los expedicionarios.La cueva se desplegó finalmente en una vasta caverna, y Mortimer quedó paralizado ante la arcada infernal, decorada con bajorrelieves grotescos que retrataban a hombres y mujeres en actitud de ofrecer sacrificios a una entidad indescriptible. Esta figura colosal poseía patas de águila que se retorcían con una elegancia demoníaca, una cola semejante a la de un alacrán que vibraba con una malevolencia latente, y un torso musculoso cubierto de escamas que se terminaban en púas letales. Sus brazos, peludos y robustos, terminaban en garras feroces, recordando a las extremidades de un lobo ancestral. Sin embargo, la verdadera pesadilla residía en su rostro: una cabeza ovoide coronada por un cabello de tentáculos con ventosas, mientras sus gigantescos ojos, tintados de un negro azabache, emanaban una oscuridad ancestral. Desprovisto de nariz, su boca abierta, gigantesca y repleta de miles de dientes afilados, devoraba las ofrendas con una ferocidad que desafiaba la comprensión humana.
Al atravesar el umbral de aquel portal imponente, se adentraron en las ruinas de una ciudad subterránea. Las antiguas estructuras, labradas en piedra por manos olvidadas por el tiempo, irradiaban un aura de misterio y antigüedad. Las calles adoquinadas serpenteadas entre edificios erosionados por el paso de los siglos, mientras las sombras danzaban en las paredes como espectros que susurraban secretos milenarios. Algunas de las esculturas que adornaban los edificios recordaban a la grotesca figura del ser del portal, evocando una sensación de inquietud y temor en quienes se aventuraban por aquel laberinto de piedra.
Sin embargo, mientras exploraba las ruinas, Mortimer percibió algo más que piedra desnuda y fría y oscuro silencio. Cada paso parecía responder a un eco distante, como si la ciudad misma respirara, susurrando en susurros antiguos. El profesor sintió que no estaban solos; algo, algún vestigio del pasado, lo observaba desde las sombras de la ciudad perdida.
El ambiente se espesó, y Mortimer, envuelto en la penumbra, se dio cuenta de que había desenterrado más que piedra y ruina. Las sombras parecían cobrar vida, moviéndose con una intención sutil. La ciudad subterránea, oculta por eones, guardaba secretos oscuros que amenazaban con desentrañar la realidad misma…
El grupo avanzaba entre las sombras ominosas de la ciudad subterránea, intentando mantenerse unidos en la penumbra helada de aquella caverna. El aire, denso y cargado de humedad, era tan pesado que cada inhalación se sentía como una mordaza en los pulmones. Mortimer, en su papel de líder, intentaba mantenerse firme, aunque las miradas de sus compañeros reflejaban la inquietud creciente que todos sentían. Un miedo inexplicable parecía deslizarse entre ellos, sin origen aparente, pero enraizándose con cada paso hacia las ruinas.
De repente, un sonido retumbante atravesó la caverna. Fue un rugido que reverberó en las alturas, profundo y ancestral, como si proviniera de lo más oscuro de la tierra. Todos se detuvieron en seco, incapaces de distinguir la fuente, pero sabiendo, en algún rincón de sus mentes, que ese sonido no era natural. Un murmullo de terror comenzó a extenderse entre los expedicionarios, mientras sus linternas temblaban en las manos.
Mortimer alzó su linterna, enfocando la luz hacia las sombras, tratando de calmar a su equipo. Pero justo cuando estaba por hablar, un viento frío y pestilente lo envolvió, llevándose el aliento de todos. El olor a azufre se infiltró en sus gargantas, acre y nauseabundo, como si el mismo inframundo exhalara sobre ellos. Algo se movió en las alturas, apenas perceptible en las tinieblas, como si una sombra enorme se deslizara por los techos de la caverna.
Antes de que alguien pudiera reaccionar, uno de los miembros del equipo soltó un grito. Las linternas giraron hacia él, pero el hombre ya no estaba allí. Donde había estado segundos antes, solo quedaba una tenue nube de polvo levantado y el eco de su grito, que parecía reverberar en las paredes con una intensidad aterradora. El grupo miró hacia arriba, hacia la oscuridad abismal de la caverna, pero no pudieron ver nada. Solo la sensación de una presencia, algo voraz y despiadado, que los acechaba.
"¿Lo viste?", susurró uno de los expedicionarios, con la voz rota por el miedo. "Había… algo en las sombras. Algo… enorme."
Mortimer, a pesar de su propia parálisis de terror, intentó calmar a su equipo. "Debemos seguir adelante," susurró, su voz un poco más firme de lo que él mismo sentía. "Nos falta poco para alcanzar el centro de la ciudad. Tal vez encontremos una salida alternativa y podamos encontrar a Juan..."
A su alrededor, el viento helado seguía soplando, impregnando el ambiente con su hedor sulfúrico. No había razón para que un viento como aquel se sintiera en el fondo de la caverna, y mucho menos uno que transportara un aroma tan desagradable, tan... demoníaco. Las paredes susurraban, o tal vez solo era el eco de su miedo, pero todos en el grupo sentían que la ciudad misma estaba viva, una entidad que los absorbía con sus pasadizos oscuros y susurros inaudibles.
Al retomar la marcha, Mortimer se esforzaba por mantener la compostura, pero no podía sacudirse la sensación de que eran observados, de que estaban cruzando los dominios de algo que los había estado esperando. La figura colosal que habían visto en el portal parecía tomar forma en su mente: no era una estatua ni un símbolo. Era una advertencia.
El equipo apretó el paso, sosteniendo las poderosas linternas con manos temblorosas. Mortimer iba al frente, moviendo el haz de luz de un lado a otro, intentando penetrar la densa oscuridad. De vez en cuando, uno de ellos levantaba su linterna hacia el techo abovedado, pero ni siquiera el potente foco lograba iluminarlo por completo. Solo alcanzaban a ver fragmentos de estalactitas, como afilados colmillos suspendidos en la penumbra, y sombras que parecían retorcerse sobre sí mismas.
Avanzaban en un silencio tenso, roto solo por el eco de sus pasos y sus respiraciones agitadas. Nadie hablaba; las palabras parecían inútiles ante el miedo que los envolvía, ante la presencia invisible que los acechaba desde las alturas. En cada sombra parecía esconderse una amenaza, en cada esquina, la promesa de un peligro indescriptible.
El aire era cada vez más espeso, cargado de esa hedionda mezcla de azufre y humedad, y aquel viento helado, inexplicable, seguía surcando los pasillos, como si guiara sus pasos hacia algún punto de la caverna. Mientras avanzaban, Mortimer no pudo evitar recordar la grotesca figura que había visto en el portal: esa criatura mitad ave, mitad alacrán, que parecía desafiar toda lógica y burlarse de la comprensión humana. Sintió cómo su imagen se incrustaba en su mente, como si las garras y colmillos de esa deidad espectral lo sujetaran desde adentro, hundiéndose cada vez más en sus pensamientos.
De repente, un sonido gutural y apagado los hizo detenerse. Algo se movía en las sombras. Uno de los expedicionarios apuntó su linterna hacia la dirección del sonido, y los otros le siguieron de inmediato, enfocados en tratar de ver lo que había producido aquel eco extraño. Pero no vieron nada, solo un vacío oscuro e insondable. Justo cuando bajaban las linternas, una corriente helada sopló de repente sobre ellos, tan intensa que algunos se estremecieron y retrocedieron, y en ese instante, uno de los miembros del equipo desapareció.
No hubo ni un grito, ni un ruido. Solo el vacío, el espacio donde segundos antes había estado alguien, y el resquicio de polvo que se disipaba lentamente en el aire. Los que quedaban miraron alrededor, cada uno con los ojos muy abiertos y los labios temblando, aterrorizados al ver que ya solo quedaban seis.
La desesperación y el miedo parecían apoderarse de todos, pero Mortimer intentó mantener la compostura. A pesar de su terror, trató de calmar al grupo con un murmullo apenas audible: “Sigamos avanzando… Necesitamos salir de aquí antes de que…”
Pero no pudo terminar la frase. Un eco lejano de lo que parecía una risa, o tal vez un gruñido, resonó en las profundidades. Mortimer sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Esa risa, grave y oscura, parecía provenir de todos lados y de ninguna parte a la vez. Era como si la propia caverna se burlara de ellos, como si la ciudad misma estuviera consciente de su presencia y disfrutara del miedo que se apoderaba de cada uno.
Una mujer del equipo, con la respiración entrecortada, no pudo soportarlo más. “¡Tenemos que salir de aquí! ¡Esto es una trampa!” gritó, mirando a su alrededor como si esperara encontrar una salida entre la roca fría y opresiva. Su voz resonó, y, en el silencio que siguió, todos sintieron que algo en las sombras los observaba, expectante, disfrutando de su terror.
Mortimer asintió con una calma que no sentía. Sabía que dar la vuelta era una opción peligrosa; el camino de regreso estaba cubierto por la misma penumbra que habían enfrentado. “Tenemos que seguir,” susurró, casi como una súplica. “Si volvemos, corremos el mismo riesgo. Adelante, tal vez… tal vez haya una salida.”
Pero mientras lo decía, no estaba convencido. Sintió que sus propias palabras eran un eco vacío, y que en la oscuridad que los rodeaba, cualquier dirección era igualmente mortal. Cada paso que daban parecía una invitación a una presencia invisible que, acechando desde las sombras, se cobraba una vida más cada vez que alguno bajaba la guardia.
Así, el grupo continuó avanzando, ahora con las linternas moviéndose aún más frenéticamente de un lado a otro. Las sombras parecían cerrarse sobre ellos como un manto vivo, palpitante, mientras el eco de su miedo resonaba en los pasillos antiguos de aquella ciudad de piedra y muerte.
Y en lo alto, oculta entre el abismo del techo, la criatura observaba, paciente, calculadora, aguardando su momento para dar el siguiente golpe.
La expedición avanzaba con pasos apresurados y nerviosos, sus miradas divididas entre el oscuro camino al frente y las ruinas que comenzaban a rodearlos. Parecía increíble que, en aquel abismo subterráneo, pudiera haber vestigios de una civilización desconocida, tal vez perdida en el tiempo. Restos de muros erosionados, fragmentos de vasijas partidas y calles empedradas se desplegaban como el eco de una historia antigua, ahora cubierta por capas de oscuridad, polvo y misterio. A medida que avanzaban, los muros se volvían más imponentes, las piedras más grandes, como si hubieran sido construidas para criaturas de un tamaño inimaginable.
Mortimer sentía una mezcla de fascinación y horror en su pecho, una lucha entre el deseo de desentrañar aquel secreto ancestral y el instinto de supervivencia que gritaba en su interior. La magnitud de las estructuras, las marcas en las piedras, todo hablaba de algo poderoso, quizás algo divino, o más bien, algo demoniaco. Cada nuevo paso era una inmersión más profunda en lo desconocido, y con cada metro recorrido el terror de sus compañeros se hacía palpable.
De pronto, el aire helado los envolvió nuevamente, trayendo consigo un murmullo extraño, casi imperceptible, como si las mismas piedras estuvieran hablando, susurrando en algún idioma extinto. Mortimer apenas tuvo tiempo de notar la rigidez en el rostro de la única mujer del grupo antes de que desapareciera. Uno de los hombres gritó su nombre, pero lo único que quedó de ella fue una fina nube de polvo que flotaba en el aire, difuminándose en la penumbra.
El grupo se quedó paralizado. Las linternas apuntaron al vacío donde ella había estado, tratando en vano de encontrar alguna señal, alguna explicación, cualquier cosa que les indicara qué había sucedido. Pero el silencio fue su única respuesta, un silencio frío, tan denso que parecía cortar el aliento.
La tensión se volvió insoportable. Apenas habían comenzado a moverse nuevamente cuando un grito apagado y escalofriante surgió detrás de ellos. Giraron de inmediato, pero otro miembro del equipo ya no estaba allí. Su lugar lo ocupaba una pequeña nube de polvo que se arremolinaba lentamente, como si alguna fuerza invisible hubiera succionado su vida en un instante.
Mortimer sintió que algo en su mente se quebraba. La lógica, la razón, todo comenzaba a desmoronarse ante la realidad incomprensible de aquel horror. Solo quedaban cuatro, y la presencia que los acechaba parecía cada vez más próxima, como si con cada desaparición, aquella entidad se volviera más fuerte, más real.
Los cuatro que quedaban miraron a su alrededor, el miedo reflejado en sus rostros y en los temblores incontrolables que sacudían sus manos. Cada uno era consciente de que podría ser el siguiente, que esa cosa invisible, ese dios ancestral que habitaba la caverna, podía llevárselos en cualquier momento, sin previo aviso. En un intento desesperado por calmarse, uno de ellos murmuró una plegaria, pero las palabras sonaron vacías en la inmensidad de aquella oscuridad.
Mortimer sentía el peso de la culpa y la responsabilidad, pero también la ardiente necesidad de seguir adelante, de llegar al corazón de aquel misterio. Era como si algo dentro de él lo empujara a adentrarse más, como si hubiera una voz que le susurrara desde las profundidades, llamándolo. "Esto… esto es más grande que nosotros", pensó, sin poder apartar la vista de los muros colosales que se alzaban a su alrededor, como si cada piedra fuera un testimonio de un poder que ningún humano había logrado comprender.
"Tenemos que movernos", logró decir con la voz quebrada. Los otros tres asintieron, aunque era evidente que la razón ya se escapaba de sus mentes. Uno de ellos apenas podía sostener la linterna y los ojos desorbitados de otro mostraban que su mente se desmoronaba poco a poco.
A pesar de todo, siguieron avanzando, ahora más lentamente, pero con la tensión y el terror elevándose con cada paso. Sentían que en cada sombra, en cada rincón de aquellas ruinas ancestrales, algo los observaba, algo que se deleitaba con su miedo, que se alimentaba de sus temores y sus dudas.
En el silencio de la caverna, el eco de sus pasos parecía devolverles sus propios miedos, amplificados, como si fueran los latidos de un monstruo gigantesco que acechaba en algún lugar fuera de su alcance. Mortimer sabía que estaban al borde del abismo, tanto literal como metafóricamente, y que en algún momento tendrían que decidir si seguir adelante o dar la vuelta, aunque intuía que el regreso era tan mortal como el avance.
Pero algo en su interior, algo que no podía definir, le decía que estaban cerca del centro, del origen de todo aquel horror. Y mientras esa convicción crecía, también lo hacía el oscuro presentimiento de que ninguno de ellos saldría con vida de allí.
Mientras avanzaban cada vez más hacia el centro de aquel vasto y oscuro laberinto subterráneo, Mortimer comenzó a notar algo peculiar en el viento que recorría la caverna. Al principio, había sido solo una sensación, pero ahora era evidente. Ese viento pestilente, helado y asfixiante que impregnaba el aire no era un viento normal. No seguía un flujo continuo; a veces les llegaba desde el frente, a veces desde atrás, como si se moviera con una voluntad propia…
"Es como una respiración...", pensó, y la idea le heló la sangre. Si aquello era realmente una respiración, entonces el ser al que pertenecía debía ser de una magnitud monstruosa, mucho más grande de lo que las ruinas y aquel bajorrelieve en la entrada habían insinuado. Era un ser de proporciones colosales, oculto en las sombras, y ellos estaban en el centro de su dominio, rodeados por su esencia fétida y opresiva.
Mientras esa terrible comprensión iba tomando forma en su mente, un silencio abrumador cayó sobre la caverna. Fue un instante, un parpadeo en el tiempo, pero cuando Mortimer volvió la vista, dos de sus compañeros simplemente ya no estaban allí. En el aire, dos finas volutas de polvo danzaban lentamente, como las últimas huellas de su existencia.
Mortimer apenas logró contener el grito de horror que se formaba en su garganta. Sus ojos se movieron desesperadamente en la penumbra, buscando a sus compañeros desaparecidos, como si una parte de él se rehusara a aceptar que habían sido consumidos por aquel vacío que se cerraba cada vez más sobre ellos.
Solo quedaban él y el guía, un hombre de rostro ya deformado por el terror, que murmuraba palabras incomprensibles mientras temblaba como una hoja. "Aquí me quedo, que me coma, que me coma", decía en un susurro quebrado, como si ya no le importara enfrentarse a lo inevitable.
Mortimer intentó detenerlo, pero el guía parecía estar en un trance de desesperación. Su mente había cruzado la línea del pánico, y en ese instante un sonido profundo y gutural resonó en la caverna. Era un susurro antiguo, un murmullo casi incomprensible que, sin embargo, llegó a ellos con una claridad aterradora: "Tus deseos serán cumplidos, hijo".
El guía apenas tuvo tiempo de abrir los ojos, desorbitados y en blanco, antes de desaparecer en el mismo silencio absoluto que había reclamado a los otros. Mortimer solo pudo contemplar con impotencia cómo aquella maldita neblina se elevaba y, en un instante, quedaba solo en medio de la inmensidad de la caverna.
El silencio se volvió asfixiante, como si hasta el más leve sonido estuviera prohibido en aquel sitio maldito. Entonces, en el borde de su visión, algo movió el aire y el polvo. Mortimer giró lentamente, con el pulso palpitando en sus sienes, y allí, en la penumbra, vio algo que superaba cualquier terror imaginable: una enorme cola, oscura y nudosa, que se retorcía como la extremidad de un escorpión. Era gigantesca, recubierta de una textura verdosa y nauseabunda, y su extremo, abierto en una especie de pinza monstruosa, aún conservaba las últimas motas de polvo que habían sido el guía.
Aquella cola se movió con un ritmo pausado, calculado, como si saboreara su última caza antes de fijarse en su siguiente presa. Mortimer sintió que su propio cuerpo se congelaba, como si el aire mismo conspirara para mantenerlo allí, inmóvil, a merced de aquella criatura.
Entonces comprendió la verdad: aquello no era solo una entidad, sino un dios elemental, una fuerza primigenia que, desde tiempos inmemoriales, habitaba las profundidades de la tierra. Y él, el último de la expedición, era la ofrenda final.
Mortimer no estaba dispuesto a rendirse. A pesar del horror que había devorado a cada uno de sus compañeros, reunió cada gramo de voluntad que le quedaba y corrió hacia el centro de la antigua ciudadela, donde esperaba encontrar algo —cualquier cosa— que le ayudara a escapar de aquella criatura inmortal que acechaba en las sombras. La pestilente respiración del ser le perseguía, susurrándole palabras incomprensibles que retumbaban en su mente. Cada paso resonaba en la vastedad de la caverna, y sus pulmones ardían, pero no podía detenerse.
A lo lejos, en la penumbra, algo comenzó a brillar tenuemente. Al principio pensó que era una ilusión, pero el brillo persistía. Con cada paso, la luz se hacía más intensa, un rayo de esperanza en medio de la oscuridad. Era una salida. Apenas un destello, pero estaba allí, una abertura que prometía la libertad. Mortimer sintió una chispa de esperanza y aumentó la velocidad, corriendo como nunca, mientras el terror lo seguía de cerca, amenazante, resonando en cada eco de la caverna.
Pero justo cuando creyó que podía escapar, lo vio. Aquel ser ancestral se alzó ante él, bloqueando su única salida. Era una criatura colosal, de formas y texturas imposibles, con ojos vacíos que lo miraban desde las alturas. La figura era un amasijo de oscuridad y pesadillas, una visión imponente que eclipsaba todo lo que Mortimer había imaginado en sus peores sueños. La criatura no era solo enorme, era la encarnación misma de la antigüedad y el poder.
Mortimer se detuvo en seco. Su cuerpo ya no le respondía, y en ese instante supo que su vida había llegado a su abrupto final. No había escape, no había salvación. En el silencio absoluto de la caverna, el último grito de su mente quedó atrapado, como el eco de todos los que habían perecido antes que él…
La noticia se esparció rápidamente por el mundo: "Equipo de la Universidad de Nebula continúa desaparecido, el gobierno de Ecuador cesa la búsqueda". Fue el titular de los diarios, el misterio que avivaba las teorías de exploradores y curiosos de todo el mundo…
Diez años después, un explorador anónimo llegó hasta aquella misma caverna, atraído por las leyendas y el misterio de las desapariciones. Entró en la oscuridad, iluminando los antiguos muros con su linterna. Nadie supo más de él, ni de lo que encontró allí. Pero las leyendas siempre regresan, porque la historia siempre se repite...
Fin.
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