El bosque se alzaba como un mar de sombras interminables, con árboles altos y nudosos que parecían extender sus ramas hacia el cielo como súplicas silenciosas. La bruma lo cubría todo, espesándose al anochecer y dándole al aire un sabor metálico. En el corazón de aquel bosque habitaba una familia de lobos: dos adultos, fuertes y astutos, y sus tres crías, apenas cachorros. Su cueva, oculta tras un matorral espinoso, era su refugio, cálido y protegido de las amenazas de la noche.
Eran los guardianes de su territorio, señores de las sombras
que merodeaban entre los troncos. Durante generaciones, los lobos habían
mantenido el equilibrio en el bosque, cazando lo necesario y dejando siempre
algo para que la vida continuara. La madre loba, llamada Karya, era la más
sabia y perceptiva. Sentía cosas que los demás no podían, como un eco distante
que sólo ella podía escuchar. Su compañero, Dren, confiaba en su intuición,
pero no creía en fantasmas ni en supersticiones. Para él, el bosque era su
hogar, no un lugar lleno de misterios.
Una noche, mientras las nubes ocultaban la luna, Dren
regresó con un gesto extraño en su hocico.
-
He visto algo... raro -dijo, dejando caer un
conejo frente a la entrada de la cueva que sería la comida de la familia.
-
¿Raro de qué tipo? -Preguntó Karya, frunciendo
el ceño.
-
No se explicarlo. Sombras, ruidos… pero a pesar de
que olfateé, no olí nada… bueno, olí algo raro, no sé qué era.
-
Esta en tu cabeza, Dren, no le des importancia… ¿Dónde
lo encontraste? -preguntó Karya con un tono de alarma apenas perceptible,
cuando vio el conejo.
-
Cerca del claro. No se movió, ni siquiera cuando
me acerqué. Es como si quisiera que lo atrapara. Apenas me acerqué, cayó
muerto, me pareció una señal de suerte, lo olí para asegurar que no tenía
ninguna enfermedad y lo traje
Los cachorros corrieron curiosos hacia el conejo, pero Karya
les gruñó suavemente, deteniéndolos. Algo en aquel animal la inquietaba
profundamente.
-
Esto no es normal, Dren. Hay algo... extraño. No
será nuestra cena, tenlo por seguro Dren. llévalo y déjalo donde lo encontraste
-Ordenó Karya, pero luego se arrepintió del tono y dijo- Por favor…
-
Ok, ok. De paso, buscaré algo, los niños tienen
hambre.
Después bufó, restándole importancia, y se llevó al conejo
al interior del bosque. Sin embargo, Karya no pudo apartar la mirada de los
ojos muertos del animal, ojos que parecían esconder algo detrás de su aparente
inercia. Dren dejó al conejo en el mismo lugar donde lo encontró y comenzó a volver
a su cueva, unos pasos después, se volteó para dar la ultima mirada al inerte
conejo, pero este había desaparecido. Lleno de miedo, apuró sus pasos para
volver a la cueva. Los niños no cenarían aquella noche.
Los Susurros del Bosque
A partir de esa noche, el bosque comenzó a cambiar. Al
principio, eran cosas pequeñas: las aves dejaron de cantar al amanecer, y los
venados, que solían pastar cerca de la cueva, desaparecieron. Pero luego
llegaron los susurros.
Karya los escuchaba en el viento, una voz tenue y distante
que parecía llamarla por su nombre. Intentó ignorarlos, pero cada noche se
hacían más claros, más insistentes.
-
¿No lo sientes? -le preguntó a Dren una noche,
mientras los cachorros dormían acurrucados.
-
Lo único que siento es tu paranoia. El bosque
siempre ha tenido sus ruidos. -respondió Dren, que ya había olvidado al conejo.
Karya no insistió, pero esa misma noche algo la despertó. Desde
su rincón junto a Dren, en el fondo de la cueva lo vio. En la entrada de la
cueva, entre las sombras, vio una figura. Era un conejo blanco, idéntico al que
Dren había traído noches atrás. Estaba inmóvil, pero sus ojos... esta vez no
eran vacíos. Brillaban con una intensidad antinatural, como dos pequeñas lunas rojas
en la oscuridad.
Se levantó con cautela, pero cuando parpadeó, el conejo ya
no estaba. Se volvió a acostar, nerviosa y no se volvió a dormir.
A la mañana siguiente, encontró huellas diminutas alrededor
de la cueva, como si el animal hubiera estado acechándolos olisqueó el aire y
el suelo en busca de olores extraños, una pista que seguir, pero no halló nada.
Dren intentó tranquilizarla, pero ella sabía que algo más estaba ocurriendo.
El Verdadero Rostro
Los días se volvieron más oscuros, literalmente. La niebla
ya no se disipaba rápidamente durante el día y comenzaba a disiparse recién cerca
del mediodía, y volvía mucho antes del atardecer y el aire se volvía más
pesado, casi irrespirable. Karya se sentía vigilada constantemente, y los
cachorros empezaron lentamente a enfermar. Apenas comían, y sus ojos, antes
llenos de vitalidad, se veían opacos. Se pasaban el día acostados, casi
inertes.
Una noche, mientras Karya salía en busca de agua para sus enfermas
crías, escuchó un ruido detrás de ella. Al girarse, lo vio. El conejo blanco
estaba allí, pero algo en él había cambiado. Su cuerpo parecía más grande, casi
desproporcionado, y su pelaje ya no era blanco sino de un blanco-grisáceo y muy
sucio. Sus ojos brillaban con un color rojizo, y su hocico se curvaba en algo
que parecía una sonrisa maléfica.
-
¿Qué eres? -gruñó Karya, retrocediendo.
El conejo no respondió, pero dio un paso hacia ella, y su
sombra se alargó en el suelo, tomando formas imposibles. De su cuerpo emanaba
una presencia que parecía deformar el aire a su alrededor. Karya sintió un
dolor punzante en su cabeza, como si algo estuviera invadiendo sus
pensamientos.
Venciendo los miedos y sacando fuerzas de flaqueza, Karya, corrió,
alejándose de aquello que evidentemente no era un conejo. Era algo más, un espíritu
maligno del bosque en búsqueda de alguna presa y ella no quería ser la víctima.
Cuando volvió a la cueva, jadeando, encontró a Dren tendido
en el suelo, inmóvil. Su cabeza estaba desgarrada abierta y aun manaba sangre a
borbotones. Los cachorros estaban escondidos en un rincón, temblando de miedo. Cuando
se acercó, presa de terror, los ojos del lobo la miraron.
-
Fue... el conejo... —murmuró Dren antes de
exhalar su último aliento y luego se volvieron de un blanco lechoso y la vida
abandono a su alfa.
El Asesino Inocente
Karya sabía que debía proteger a sus débiles cachorros, pero
el conejo no les dio tiempo. Cada noche, la criatura se acercaba más, sus ojos
brillando como faros en la oscuridad. Los susurros en el viento ahora eran
gritos, y el bosque mismo parecía conspirar contra ellos. Karya, ante la
presencia del conejo, mostraba los dientes, amenazándolo. Automáticamente, el
conejo desaparecía…
Una noche, Karya despertó con un dolor insoportable. La
sangre brotaba de una herida abierta en el costado de la loba, que veía su vida
escaparse. Sus cachorros habían desaparecido, y el conejo estaba frente a ella,
más grande que nunca, con un aura negra que se extendía como un manto sobre el
suelo.
-
¿Por qué..? -dijo Karya, en un último suspiro, con
una mezcla de rabia y desesperación.
Por primera vez, el conejo habló, pero su voz no era de este
mundo. Era un eco profundo, un coro de voces que resonaban como un trueno
lejano.
-
Porque puedo. Porque existo.
Y entonces, el conejo dio su último salto hacia la loba.
Epílogo
Cuando el sol salió por fin, el bosque estaba en silencio.
La cueva de los lobos estaba vacía, y la bruma se disipaba lentamente. Nadie
sabría nunca lo que ocurrió allí, pero en el claro, donde antes jugaban los
cachorros, había algo nuevo: un pequeño conejo blanco, inmóvil, con ojos que
brillaban como dos lunas rojizas en la penumbra.
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